En Canarias nos hemos acostumbrado en los últimos años a
escuchar con frecuencia palabras como sostenibilidad, desarrollo sostenible o
turismo sostenible. En la inmensa mayoría de las ocasiones se ha tratado de
palabras huecas, basadas en la teoría, pero invisibles en la práctica y en la
vida real de los canarios. El desarrollo sostenible es aquel que se alcanza
cuando existe un equilibrio entre los recursos y el uso que hacemos de ellos,
es decir, dar respuesta a lo que demandamos hoy sin hipotecar el futuro. En ese
sentido, no podemos obviar que en territorios insulares como el nuestro el
suelo, junto al agua, constituyen los recursos primordiales.
Es bien sabido que las urbanizaciones turísticas se asientan
sobre suelos «robados» a la agricultura, quizás con las excepciones de la
Península de Jandía, el Sur de Lanzarote y buena parte de Maspalomas. El
crecimiento de los últimos 30 años ha desbordado cualquier tipo de previsión,
paralela a la expansión urbanizadora ha discurrido la imperiosa necesidad de dotar
de servicios, accesibilidad y energía a las mencionadas áreas. En los últimos
treinta años hemos crecido anualmente en Tenerife, sólo en camas turísticas, el
equivalente al municipio de El Sauzal, entre cinco y seis mil nuevas plazas
alojativas, hasta alcanzar las 168.000 actuales. Este récord es imposible de
mantener sea con moratoria, pacto de territorio o como queramos llamarlo.
Este crecimiento ha sido prácticamente imposible de
controlar, la inexistencia de una planificación regional o insular hasta hace
muy poco, la libertad de los ayuntamientos para gestionar su territorio y, al
mismo tiempo, el escaso rigor y respeto por el medio ambiente, ha desembocado
en la actual situación. Los grandes perjudicados, en cuanto a recursos se
refiere, han sido el suelo y el agua.
Asimismo, esta expansión ha llevado aparejado el deterioro
del aparato productivo, es decir, el autoabastecimiento de las Islas en
productos agrarios ha caído en picado y el suelo cultivado se ha reducido a la
tercera parte, sin que por el momento parezca que hayamos tocado fondo (con la
excepción de algunos cultivos, como la viña). A consecuencia de ello, nos vemos
obligados a depender de la importación de alimentos producidos a miles de
kilómetros con procedimientos industriales, destinados a mejorar e incrementar
la productividad de la manera que sea. El resultado es bien conocido por todos,
en estos momentos son las «vacas locas», pero este problema afecta a grandes
sectores de la alimentación y en el futuro no podemos descartar nuevos y graves
problemas.
Por profundizar en el caso del sector bovino en Canarias,
podríamos apuntar que en las zonas húmedas del Norte de las Islas de Tenerife y
La Palma, una vaca alimentada convenientemente con plantas forrajeras
endémicas, como el Tagasaste, puede vivir en una superficie muy inferior a su
homóloga en Holanda. Es evidente que la agricultura y la ganadería con métodos
industriales se han apoderado del mercado, pero no es menos cierto que este
fenómeno tiene un precio que estamos comenzando a pagar. Debemos recuperar el
sentido, quizás con menor modernidad, pero con mayor ecología. Sírvanos como
ejemplo que si queremos que una vaca produzca 9.000 litros de leche al año la
estamos transformando en un manantial y, como dice el refrán, de esos polvos
tenemos estos lodos.
Todo esto pone de manifiesto la necesidad de poner límite a
este proceso urbanizador y de especulación sobre el suelo que ya nos ha dejado
una seria hipoteca, no sólo paisajística y ambiental, sino, sobre todo, en el
desequilibrio resultante entre población y recursos. De esta manera, y más allá
de los aspectos técnico - jurídicos del documento, creemos que hay que cerrar
filas en la defensa de un giro, importante y obligado, en el modelo del
monocultivo turístico como única alternativa económica para este Archipiélago.
Ante la actual coyuntura, para mantener y mejorar la oferta turística canaria,
el principal factor que debemos alentar es el equilibrio ambiental y social de
nuestra comunidad, hoy seriamente trastocado.
En los últimos tiempos, nos hemos acostumbrado a que surjan
casi a diario nuevos interrogantes sobre nuestra relación tanto con la
producción de alimentos básicos (vacas locas, alimentos trangénicos, etc.) como
con el medio natural, los acuíferos, etc. Esta problemática alcanza a toda la
aldea global, no se trata de casos aislados y el enfoque adecuado para
resolverlos pasa de forma inevitable por estrategias conjuntas y
supranacionales. El turismo al que aspiramos en estas Islas no puede permanecer
indiferente a las corrientes de sostenibilidad que se están imponiendo en todo
el mundo occidental, por ello y entre otras medidas, su propia pervivencia y el
equilibrio de la sociedad y de la cultura canaria que lo sustenta exige un
freno a los procesos urbanísticos expansivos de las últimas tres décadas.
Wladimiro Rodríguez Brito es DOCTOR EN GEOGRAFÍA
EL DIA, 28 de Enero 2001
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