En la década de los ochenta se puso en marcha una afortunada
iniciativa sobre la viña y el vino desde el singular edificio, sede de la
actual Alhóndiga en Tacoronte. Asimismo, es bien conocido que en estos días se
está celebrando la 23ª Semana Vitivinícola Alhóndiga, por lo que debemos dar la
enhorabuena a sus promotores por el éxito y la repercusión logrados hasta la
fecha. La consecuencia más evidente de estas jornadas es la revalorización de
nuestras viñas y, por ende, de nuestra cultura agraria tradicional y del
paisaje rural de Tenerife.
En un corto período de tiempo, hemos pasado de un
cultivo menor y de un vino devaluado en garrafones a un vino pujante, apreciado
y revalorizado, en garrafón y, sobre todo, en botella. Nuestros caldos han
ganado un reconocimiento generalizado en numerosos congresos nacionales e
internacionales, representando con dignidad a estas Islas, algo inimaginable en
los primeros años de la década de los ochenta. La cultura del vino ha
revalorizado un paisaje, unas raíces históricas y una forma de economía
minusvaloradas hasta que se pone en marcha un proceso de regeneración y
potenciación, que ha motivado que las - hasta entonces - marginadas medianías
de las Islas hayan experimentado un auge insospechado. Además, la viña, de ser
un cultivo descapitalizado y casi residual, se ha transformado en un cultivo
con fuertes inversiones y creciente prestigio social, incluso en las zonas
costeras. Sin embargo, este tema puede representar un problema en el futuro si
no somos capaces de mejorar y optimizar nuestra competitividad, la relación con
el mercado y todo el proceso de comercialización, podría llegarse a una
hipotética sobreoferta y a una caída de precios por debajo de los costes de
producción, algo que no pueden soportar las vides tradicionales. Una lectura
territorial del vino demuestra que Tenerife acumula más de la mitad de la
superficie total cultivada de viñas en Canarias, lo que además se refuerza con
el dato de que se trata del único de los cultivos tradicionales que ha experimentado
un significativo crecimiento desde la década de los sesenta. Además, la viña
asociada a otro producto tradicional como la papa ocupan más del cuarenta por
ciento del territorio cultivado en el Archipiélago. Es por ello que del futuro
de estos dos cultivos depende en gran medida nuestro paisaje agrario y, sobre
todo, del mantenimiento equilibrado y sostenible de nuestras medianías. Pero no
podemos disociar el vino y las papas de una cultura ancestral, de una forma de
entender la vida y de una manera de relacionarse con la tierra y con la
naturaleza. En este sentido, en el código del mundo rural y en el lenguaje
campesino, este tipo de cultivos son parte de las señas de identidad, de las
«marcas genéticas» de una parte aún importante de nuestra sociedad. Todo ello
resulta más evidente ante el aluvión cultural y económico del mal llamado
«pensamiento único» en la supuesta «aldea global» donde hemos de consumir,
entre otras cosas, lo que beben los americanos. En definitiva, el paisaje de
nuestras medianías plantado y sembrado de viñas y papas, sumado a la «red» de
«guachinches» y todo el amplio espectro de establecimientos de restauración,
constituyen una tarjeta de presentación de calidad para propios y visitantes. Y
más allá de los demostrados efectos positivos en la dieta mediterránea de una
copa de vino en cada comida hemos de tener claro que cada vez que optamos por
nuestros vinos en un restaurante estamos contribuyendo de forma importante y
sustancial al mantenimiento de un paisaje singular y tradicional, en el que la
naturaleza y lo verde priman sobre el cemento y lo gris. La viña y las papas
son en gran medida parte del paisaje cultural de nuestro pueblo, la cultura
mediterránea y amerindia sobre la piel de las Islas.
Wladimiro Rodríguez Brito es DOCTOR EN GEOGRAFÍA
EL DIA, 27 de Mayo 2001
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