LA PALMA, DESDE el siglo XVI con la colonización hasta bien
entrado el siglo XX, experimenta un proceso de deforestación en una demanda
continua de suelos para sembrar cereales, vides, higueras y otros frutales, o
sencillamente pastos para la importante cabaña ganadera. Los cultivos de
regadío, que habían marcado pautas en la historia social de la Isla, siempre
estuvieron reducidos a unas pequeñas manchas costeras, en Argual y Tazacorte,
San Andrés y Sauces o la Dehesa, en Santa Cruz de La Palma, ligados todos ellos
a importantes manantiales que manaban un volumen de agua superior a los 20
Hm3/año.
En esta época, la ineficiencia de las conducciones, en su inmensa
mayoría construidas con madera o simplemente de tierra, hacía que se perdiera
una gran cantidad de agua en el transporte hacia las tierras de cultivo. A
finales del siglo XIX asistimos a un gran cambio tecnológico en este aspecto,
bajo la impronta de las firmas inglesas, comienzan a extenderse en las
canalizaciones de los principales y más rentables manantiales la implantación
de importantes infraestructuras de cemento y el uso de tuberías galvanizadas,
es el caso del Canal de las Haciendas de Argual y Tazacorte o el Canal de
Marcos y Cordero, entre otros.
Entre los años cuarenta y setenta se van a producir los
mayores cambios socioeconómicos y de transformación del espacio conocidos en la
historia de La Palma, gracias al agua en primer lugar, a su abundancia y a su
calidad. Y, en segundo lugar, merced al esfuerzo y al saber hacer de los
hombres y mujeres palmeras, que transforman paisajes agrestes y malpaíses en
vergeles de regadío. En el análisis y las conclusiones de este proceso es
fundamental tener en cuenta que a lo largo de cinco décadas se perforan más de
200 kilómetros de galerías y 18,5 kilómetros de pozos. Con el agua que mana de
estas explotaciones se regarán nada menos que 4.000 hectáreas, casi todas sobre
malpaíses volcánicos con suelos de prestación.
Es importante reseñar que en La Palma se ha producido en un
acontecer ecológico muy distinto al experimentado por las Islas capitalinas,
Tenerife y Gran Canaria. En la llamada "Isla Bonita" se ha mantenido
un equilibrio entre los recursos que produce la naturaleza y lo que demanda
cada día el hombre. Sin embargo, no debemos olvidar que en los primeros años de
la expansión de las galerías se produjeron síntomas preocupantes con relación
al deterioro de los acuíferos insulares (salinización de pozos, agotamiento de
galerías tradicionales o pérdida de manantiales naturales, entre otros). En la
actualidad, parece ser que se mantiene un relativo equilibrio entre los
recursos y la demanda de la población. Este es, sin duda, un logro del que los
palmeros y palmeras pueden estar satisfechos ya que no es tan fácil de lograr,
sobre todo si lo comparamos con lo acontecido en el resto de las Islas mayores.
No obstante, no debemos caer en la autocomplacencia y dejar de reconocer lo
mucho que aún puede hacerse para optimizar los consumos de agua en la Isla de
La Palma, tanto en lo que a la mejora y el ahorro en los sistemas de regadío
como en el transporte y en el consumo urbano. En estos campos aún nos queda por
recorrer un largo camino a pesar del esfuerzo y el interés mostrado desde hace
décadas tanto por los organismos competentes como por los propios agricultores.
Por último, me parece de recibo felicitar a los que han tenido y tienen
responsabilidad en la gestión del agua en la Isla porque han sabido adaptarse a
los tiempos y han sido capaces de mejorar los consumos y el uso del preciado
bien, con la conciencia de que se trataba de un recurso abundante pero que
podía escasear en el futuro por un uso desmedido. Desde el Consejo Insular de
Aguas hasta las comunidades de aguas o el último agricultor, la actitud y la
responsabilidad sobre la preservación para el futuro de este preciado recurso
de la naturaleza han posibilitado el que esta Isla se haya convertido en un
modelo de gestión para el resto.
Wladimiro Rodríguez Brito es DOCTOR EN GEOGRAFÍA
EL DIA, 12 de Mayo 2002
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